martes, 17 de mayo de 2011

Cristina Piffer en el MALBA



La violencia es la partera de la literatura argentina. Están el Facundo (1845) y El Matadero (publicado en 1871). Y con eso basta para probarlo. Echeverría: “La escena que se representaba en el matadero era para vista no para escrita”. Encarnaduras y entripados, obra que Cristina Piffer expone en el MALBA hasta el 29 de junio, toma en serio ese designio.

Ocurre algo instantáneo, apenas después de entrar: intuimos que la escena de
orden (ese sucedáneo criollo del crimen), la quietud contemplativa, los colores descansados, la proporción japonesa que domina todo son un engaño. Hay una pulcritud tan contenida, tan quirúrgica, en las texturas alisadas y metálicas en contraste con las tripas y la carne asesinada
, deshidratada y encapsulada en acrílico, que el emergente de la violencia lo ocupa todo. Recorrer la exposición es hacer un ejercicio de desocultamiento de nuestra Historia.

Piffer vuelve sobre la violencia que operó en la construcción del Estado, especialmente a mediados del S. XIX. Y no es menor el papel que atribuye a los procesos de concentración de la tierra y la propiedad. Estos dos elementos, que son uno, tuvieron enorme proyección en el siglo XX: ¿O no fue la ESMA expresión de matadero? ¿O no fue corral de los dueños de la vida y de la muerte, de la patota siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la víctima inerte?

La artista acompaña la docena de obras expuestas con fragmentos históricos, con testimonios. Uno, de 1839, batalla de Pago Largo, estremece. Es la prueba de carne tomada del derrotado, Genaro Berón de Astrada. Una lonja de piel se ofrenda como trofeo. La carne es la mejor de las metáforas sobre la violencia en nuestra Historia. Aquí es de ver. Ya había sido escrita.

Como en El Matadero, también hay un papel reservado a los jueces. En Perder la cabeza la autora destaca las instrucciones dadas al Juez de Paz de Dolores sobré cómo proceder con el cráneo de Pedro Castelli (1796-1839) recibido en encomienda. Los cuadrúpedos, que siempre encuentran magistrados serviles, cifran su fe y sus actos en la ejemplaridad del terror sobre todos y del castigo infinito sobre los cuerpos.

Las marcas del dinero es una serie bien representada en la muestra, con cuatro obras creadas entre 2010 y 2011. Está realizada con un polvillo muy fino de sangre de vaca deshidratada, adherida a vidrio y acero formando la imagen ampliada de las filigranas de los billetes de pesos fuertes.

Es muy criterioso el texto de Fernando Davis, curador invitado. Aunque surge inevitable una pregunta a raiz de una omisión; la misma técnica de Las marcas del dinero había sido utilizada y expuesta por Piffer anteriormente. Pero en esta oportunidad, una obra muy elocuente no fue de la partida: la que lleva el escudo de la Sociedad Rural Argentina. ¿Habrá sido demasiado para La Nación, medio asociado al MALBA?

Serán los trenzados de tripa vacuna una alusión oblicua a las “guerras intestinas” que tuvieron lugar en el país entre 1814 y 1880, se pregunta Davis. Todo indica que sí. Pero, carguemos a cuenta de eso otras implicancias. Esas luchas siguieron. Fueron igualmente sangrientas. Echeverría: fueron el modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales.

La democracia obliga a conducir la insolencia y la furia por otros caminos. Pero, como vio Maquiavelo, por debajo fluye la permanencia de ese magma, la contraposición entre dos espíritus antagónicos. El de libertad requiere que se des-oculten los mecanismos del poder, los agravios que se hacen desde el privilegio social. Su contracara, por lo inconfesable de sus propósitos, busca que la causa de su dominio se vuelva opaca para el conjunto: invisibles, inapelables. Es entonces cuando la tripa, al ocultar, muestra mejor la materia de lo que encubre: su mierda.


La acumulación fundante se hace necesariamente entre el barro y la sangre. Si la barbarie es violencia, la oligarquía argentina es su robusto ejemplar.


viernes, 16 de julio de 2010

Elogio de la reseña

Por Jorge Baron Biza

En los tiempos de los medios de comunicación social, vale la pena distinguir entre crítica y reseña. La crítica se pertrecha con la mochila de la filosofía. Hoy, sus preocupaciones metodológicas y su despreocupación por las prácticas del arte están tan acentuadas que han terminado por montar en ámbitos académicos su propia industria de la teoría, en torno de una función de análisis muy remotamente vinculada con las prácticas del arte. La crítica ya trabaja sin el combustible de textos y obras, o sólo con dosis homeopáticas de esta materia prima. Pero el aislamiento académico debería por lo menos resguardar la profundidad de los planteos. Sacar las terminologías críticas de su ámbito de publicaciones especializadas significa un cambio brusco en el plano de la recepción, cambio que modifica radicalmente los significados.

Por su parte, la reseña es la hermanita pobre. Se pertrecha con la mochila de la comunicación. Esta función informativa es benéfica, la aleja de los peligros del solipsismo o de las jergas incomprensibles, la mantiene dentro de una ética del emisor-receptor.

Hoy casi nadie quiere practicar reseñas. Tanto académicos como periodistas culturales se montan a las jerigonzas críticas, sin cuidarse del medio para el que escriben. Algunos artículos confeccionados con los vocabularios hegeliano, estructuralista, bourdiano, semiótico o lacaniano, y publicados en medios masivos, han espantado más gente de los libros y las galerías de arte que todas las represiones anticulturales. Además, tales artículos comprometen –tergiversándolas– el prestigio de esas profundas corrientes de pensamiento, al enviar irresponsablemente mensajes codificados de una manera que sólo el gran público podrá descifrar poniendo de su parte una gran dosis de creatividad dubitativa.

Los veteranos recordamos lo que ocurrió en los años ‘60 con las teorías de Freud y su difusión en revistas femeninas. Hoy se pueden leer parrafadas seudocríticas del tipo de: “El estilo de E. hace crucial nuestra relación con la idea de paisaje como una de las alternativas posibles a un sistema de signos en implosión, condenados por su síndrome de autorreferencialidad”.

En la reseña, creemos, está el medio que puede destrabar la crítica de su aislamiento académico. Consideramos pues a la reseña como una artesanía noble que no se apoya en prestigios sino en eficacias, que exige al que la practica con honestidad mucho talento para transmitir a grandes públicos mensajes complejos, sin distorsionarlos. Además, requiere la humildad de restringirse –kenosis, diría un teólogo– de la misma manera ejemplar que Dios se autolimita para permitir que exista la libertad.